Esa "cosa" es lo que hace cantar al tomeguín del pinar

domingo, 5 de febrero de 2012

Un viaje a los dos santiagos

Como muchas nagües y nagüitos me piden que les cuente de mi viaje a Santiago, les diré por arribita que no es el mismo Santiago aquel yo conocí cuando todavía Callamba cantaba por Baracoa con la peor voz del mundo, ni la del Patricio que preparaba sus bacanes con chicharrones y leche de coco, pero se siente bonito, cómo no.

Hay a tu alrededor ese aire a lo oriental que no es otra cosa que ese tono musical en las mañanas cuando se reúnen en las esquinas para cotejar la próxima lid canina, (el epíteto callejero es de todos conocido pero como protectora de los animales solo de mencionarlo me da por sentirme mal),  y saborear un ron del oriente cubano que pone a gozar hasta la escultura de Pepe Sánchez, eso lo pude palpar muy bien desde mi primer amanecer en la calle Los Maceo, esquina Carnicería, adonde fui a parar por equivocación, como casi siempre le ocurre a los despistados como yo que se van con la primera pensando que todo lo que brilla se come si lo dice el taxista. Con el tiempo recortado y mis deseos de verlo todo la cosa es que en ese punto ya daba lo mismo irse que quedarse de aquella casa donde la propietaria ignoraba todo lo relacionado con un hospedaje, así las cosas, me acoplé a su estilo cervecero y aproveché el tiempo que me pisaba como una motoneta los calcañales, pienso en ese refranero de mi pueblo que dice que todo lo que sucede conviene pues palpé como protagonista las vidas en las dos Santiago, la profunda de los barrios, y la otra que le ofrecen al turista, que una cosa es con violín y la otra con tambor. Deambular por las calles que no son la de la Trova principal es conocer otra cara del cuc menos bonita y maquillada, la búsqueda de money lleva a kioscos de todo tipo de artesanía casera, café en las ventana, mameyes con buena pulpa y letreros de renta para extranjeros a cada tres pasos, pero mucho de eso no se corresponde a una calidad que lo haga a una repetir la dosis en otra pasada, falta eso, aún en renombradas paladares que gozan de cierta promoción. La otra santiago, como te decía, es la de las terrazas 5 estrellas desde donde se puede ver la bahía, las tejas rojas añoradas o el parque donde canta un Benny Moré con resuello cansado, desde esos espacios de piñas coladas y miradores en lontananza olvidas la noción de tu tiempo, a cuál turista le pasa por su mente que abajo hay alguien que no tiene acceso a los dátiles de Dubai ni a los higos del desierto? Quizá algunos que se aventuran a salir de Enramada en dirección a Padre Pico se sorprendan de que haya una vida precaria más allá de sus dominios, aunque no tendrían que ir tan lejos, si visitan las inmediaciones de la catedral, ahora en reformas, porque déjame decirte que cuando llegué pensé que se estaban preparándose para la emulación del 26 de Julio, estaba equivocada, se emperifollan para recibir al papa,  entonces esos visitantes de allende los mares se topan con esos necesitados, lo mismo hombres que mujeres, la mayoría entraditas en la cuarta edad, pidiendo algo para comer, al menos eso es lo que dicen, aunque hay malas lenguas que aseguran que es para beber, pero bebida o comida da igual, la cosa es que ese paisaje no es el de los folletos ni los libros de la feria. Para un noruego de Noruega o para la guajira de Cumanayagua esa visión fue proporcionalmente inversa al placer de una cena en el hotel Santiago. La fiebre de reconstrucción va desde los barrios más humildes que ponen y clavan ventanas y azoteas, hasta los sitios emblemáticos como el Cobre y la Catedral, está última apuntalada en su cúpula central con una penosa imagen de derrumbe, lo del Cobre si me impactó por su hermoso altar y las impolutas esfinges. Dos cosas me hicieron sentir esa gran emoción que te cierra la garganta y te hace suspirar, una fue estar frente a esa imponente estatua a Antonio Maceo que se alza en la Plaza de la Revolución, de la que ahora no pude poner la foto porque la tiene mi nieta en su cámara, y la otra esa hermosa iglesia en medio de las montañas a la que casi todo el mundo le confía sus sueños, ambas bien valen una misa como dijera alguna vez un viajero, por eso aprecié el esmero que ponen los artesanos en trabajar la madera y colocar la diminuta imagen en la rústica urna preparada con un pedazo de tubo de luz fría, a pesar de que fuera desconcertante la forma en que tratan al visitante para vender sus productos, “es que hay mucha necesidad”, me dijo una señora que vendía piedritas de cobre, y que después supe que eran de las minas de las montañas del fondo, recogidas a hurtadillas y envasadas y promocionadas como milagros para la suerte y demás, y aquí las traigo en mi bolsa, como un amuleto que me acompañará siempre en mi vida. Un recuerdo perdurable de ese loco viaje que tal vez nunca vuelva a realizar.