Esa "cosa" es lo que hace cantar al tomeguín del pinar

domingo, 30 de agosto de 2020

De la vez que fui a ver un concierto de Merceditas Valdés

 

Por Elsie Carbó

ecarbo@enet.cu

Érase una vez en el barrio de Jesús María. Merceditas Valdés iba a cantar con el conjunto Yoruba Andabo. Un imán de concierto para los amantes de la rumba. Yovanni del Pino, su director y mi amigo, me había avisado con antelación, e invité a mi amiga Luz María Landrián, recién coronada como Iyabó, para que me acompañara, sin imaginarnos ni por un instante el inminente pánico que pasaríamos bajo un tiroteo con balas de verdad y ladrillos de construcción.

Merceditas como siempre, regia con su vestido de Ochún, expresiva y sonriente, del brazo de su anciana madre, que por aquella época aún la seguía a todas partes, fue repartiendo besos y abrazos entre los invitados que se acomodaban en sillas en el amplio espacio del liceo, donde la noticia de un toque de rumba aspaventaba a la comunidad. Merceditas iba de un lado para otro con aquel andar perfumado y radiante, saludando a los músicos con los que iría a actuar, empezando por el reconocido compositor Calixto Callava, Fariñas, cantante del grupo, quizás el mejor intérprete en hacer la diana del canto, Pancho Kinto, su excelencia en los cajones, Chan y el propio Yovanni, entre otros de los integrantes del conjunto, quienes ya se acomodaban en la plataforma para dar inicio al espectáculo cuando sonó el primer disparo, que no era de nieve.

En un primer momento la multitud quedó en vilo, paralizada de terror porque sospechaba lo que vendría atrás, yo sí no estaba enterada, luego no supe más, en la confusión no entendía por qué aquel desafuero, ni el segundo disparo o los siguientes, pero logré divisar a mi amiga Luz María rodando por el piso y encomendándose a sus santos, mientras trataba de proteger con su voluminoso cuerpo a la madre de Merceditas, que había sido arrastrada por el gentío exaltado, que corría de un lado para otro tratando de refugiarse, primero de los disparos y después de los ladrillazos, que no sabría decir cuales eran más letales. Yo tuve verdadera conciencia del riesgo cuando vi a Fariñas y a Callava disputarse una de las columnas laterales del liceo, pudiera decir que la más gruesa, en la cual se estrellaban los ladrillos y reventaban el alumbrado, tan o más peligrosos que los tiros, porque al borracho, parapetado y desnudo en el portón de entrada, se le habían acabado las balas y agarró lo primero que encontró a mano, con tan buena suerte que junto a la acera unos trabajadores habían dejado una loma de escombros de un edificio en construcción, que le sirvió al alegre invitado para culminar su faena dominical, que era castigar el liceo y a toda su comitiva porque no lo dejaban entrar, cosa que ocurrió por un buen tiempo, en lo que esperarían por la policía montada.