Por Elsie Carbó
ecarbo@enet.cu
Mi hijo me
pregunta si ya he visto el documental Sueños
al Pairo. Le digo que no. Pero él espera que yo diga algo más porque
considera que como periodista guardo la información en cofres con siete llaves
y tiene la curiosidad de los que saben que hay muchos que aún no olvidan el
pasado.
_No lo he visto, esa es la respuesta mía.
No es
descabellado suponer que los que vivimos en los 80 tengamos más recuerdos o
anécdotas que los que nacieron después, y a los que se les ha obstaculizado acceder
a un periodo del país con bastantes sombras a pesar de los optimistas desafíos,
sombras persistentes, yo diría, y ejemplo de eso es la censura en la edición
número 19 de la Muestra Joven del ICAIC, a este material fílmico de los
realizadores José Luis Aparicio Ferrera y Fernando Fraguela Fosado, que se ha convertido en viral sobre todo para las
generaciones más jóvenes y ávidos de investigación. Sin embargo, tanto silencio
reservado crea un hermetismo de memoria que es difícil romper para comprender o
tratar de explicar causas y efectos en el contexto que nos tocó vivir.
De Sueños
al pairo no me sorprendería nada, porque creo que ya estaba por llegar una onda
que pusiera en su sitio los sucesos de los años 80, y no para ajustar cuentas
ni nada por el estilo, si no para que tal vez se excusaran quienes tuvieron que
ver con todo lo que sucedió, a mi modo de ver, instituciones o líderes que intervinieron
en las decisiones, de manera que encontrar un cierre concluyente que aplacara rencores
por los remotos daños infligidos, sería la
reconstrucción más meritoria a la que se pudiera llegar. No podría ser de otra
forma porque la verdad siempre saldrá a flote por mucho que se maniobre sobre
ella. Sabemos que no eran espontáneos. Aquellos mítines de repudio no formaban
parte del sentir de todo el pueblo.
No he visto el documental y ni falta me
hace, me basta con ver el rostro de Mike Porcel para sentirme de alguna forma
también inculpada, aun cuando ese día podía haber estado leyendo, caminando por
la Rampa, bebiendo una cerveza o haciendo el amor. Igual podría decir de aquel
otro acto en que arrastraron a Julio Cabrera frente al Payret porque presentó la
salida del país en su carta de renuncia laboral. O cuando el mitin de repudio
contra el periodista Cartaya. No estuve,
pero eso no me exonera ante mi. Igual si digo que a muchos kilómetros de
distancia el mitin a mi tía en Cumanayagua me hizo sentir que algo ajeno a la
grandeza que soñaba para mi país se ponía en marcha inevitablemente.
Era una vergüenza.
La misma que sienten aún aquellos a los que le tocó partir. De aquel episodio
mi madre, que en la actualidad tiene 98 años, pero que no me dejaría mentir, me
cuenta que, entre los huevos, piedras y de todo lo que hubo al alcance de los convocados,
aquel par de viejos no hallaba donde meterse. Ese pensamiento me supera aun
cuando hablo con aquella hija que vino en yate hasta el Mariel a buscar a sus
padres, la prima emigrante borrada por décadas de mis cartas familiares.
Es
cierto que no he visto el filme de la muestra joven que está entrando subrepticiamente
a las casas y aguzando los criterios, pero lo que sí sé es que los verdaderos
valores se demuestran al reconocer con dignidad las faltas, y yo me sentiría honrada
si supiera que esa gran familia cubana disgregada por el mundo, que aún no
logra olvidar el pasado, aceptaría mis sinceras disculpas personales.