Esa "cosa" es lo que hace cantar al tomeguín del pinar

jueves, 4 de junio de 2020

Las manzanas y el abuelo


Por Elsie Carbó
ecarbo@enet.cu
 

Por estos días han sacado manzanas para la venta en la tienda La Favorita, que está en el Cerro pero muy cerca a Ayestarán, y no quieras ver tú la cola que se armó para comprar la dichosa fruta, y que yo sepa, no está clasificada entre los alimentos básicos o de primera necesidad, pero aun así perseguida y demonizada ¿qué le vamos a hacer? Tengo que pensar que el cubano es así de intempestivo, o que algo no anda bien en sus cabezas, al arriesgar la salud por un simple capricho, que es lo que se impone decir, con tanta aglomeración en medio de esta pandemia, todavía si fuera por aquella que pícaramente Eva mordió en el Paraíso, sería justificable.
Y esto de las manzanas me trae a la memoria la venduta de mi abuelo Diego en Cumanayagua, pues los recuerdos son para recordar y sirven para que otros se enteren de cómo eran los tiempos pasados, que ya no volverán, aquellos en que una manzana californiana, grande, roja, turgente y brillante, podía costar en la venduta de mi abuelo, hasta tres centavos, si el cliente era un regateador profesional. En aquel puesto se ofrecían todas las frutas de que una tuviera conocimiento y existieran en los libros, y todas se producían en estas tierras cubanas, había mameyes, papayas, melones, tamarindos, mangos, caimitos, plátanos en diversas variedades, nísperos, anones, chirimoyas y hasta limones listos para limonadas, todo con buena demanda de la población por la calidad de su imagen, porque mi abuelo era buen conocedor del alma humana y sabía que para vender el producto pasaba primero por el ojo de quien mira y después por el bolsillo del comprador, era un empírico vendedor sin marketing ni computadoras, pero nadie que pasara por el callejón, donde Dieguito Valladares, como solían nombrarlo, tenía la venduta, se resistía a llevar algo para el almuerzo, yo no olvido su agilidad para moverse de un lado para otro con aquella inusual disposición de mercado, a pesar de sus años y sus alpargatas de saco.
Durante años lo vi pasar todas las horas de sus días absorto en esa labor de alinear la mercancía y contar el dinero, pero en todo caso atento al menor antojo de la clientela interesada en comprar, que si dos platanitos manzanos por un quilo prieto, que si los rabanitos por un medio estaban caros, y él entonces le hacía la rebaja al punto y todo el mundo salía conforme si las pomarrosas van de contra. Lo peor no era eso, sino cuando llegaba a la casa, exhausto, con las piernas hinchadas y la cara arrugada por el polvo gris. Las manzanas californianas, las únicas de importación, rojas y brillantes, se pudrían en aquellos lindos envases satinados porque a nadie le interesaba comprarlas, yo nunca le descubrí la explicación, hubo familias pobres para las cuales pagar un medio por una manzana era un lujo que no podían darse, pero también residían familias solventes, dueñas de grandes almacenes de ropa, tiendas de zapatos, gasolineras, mercados y otros negocios en ascenso a los que no les iba mal pero, al parecer, preferían lo autóctono a lo foráneo.
Pero lo cierto es que el gusto o la cultura de comer manzanas de antaño no era para nada parecido al que he visto por estos días en la Tienda La Favorita del Cerro, sean californianas o de Uzbekistán, salvando las distancias, y si me permitieron hacer la salvedad y contar la anécdota del abuelo estoy cumplida hasta aquí, pues bienaventurados

son aquellos que aún tienen recuerdos o manzanas para contar.

martes, 2 de junio de 2020

La guarapera de Roberto


Por Elsie Carbó
ecarbo@enet.cu

En Cumanayagua había una guarapera en la época de mi niñez. Era lo que se llamaba un sitio notorio que hoy, a pesar del tiempo, se recuerda con nostalgia y gratitud. Estaba frente al cine Arimao, colindando con la Sociedad de Color, y escoltada por un hermoso prado con sus añejos bancos de madera y los frondosos álamos que embellecían los paseos vespertinos, así era un paso obligatorio para cinéfilos, paseantes o danzoneros en aquellos tradicionales festejos del pueblo. 

Era un sitio imprescindible para los habitantes de la comarca y aquellos que de pasada la descubrían y degustaban del exquisito guarapo que Roberto servía en brillantes vasos de cristal. Roberto era un señor respetado y querido por sus buenas relaciones con los clientes, además de la limpieza y calidad del servicio que brindaba. Su guarapera es aún un mito entre las viejas generaciones que aún la recuerdan a pesar de que hace casi seis décadas que permanece cerrada y ya Roberto Delgado no está para contarlo. 

Pero, ¿cómo lo hacía para mantener la puntualidad, pulcritud y la calidad que tanto lo destacaban? No creo que fuera por firmar contratos con los campesinos que le suministraban la caña porque con la palabra honrada bastaba, ni con el carretón que la transportaba cada día hasta el establecimiento en la Calle Real, donde se le daba el beneficio para la molida, que consistía en una limpieza a fondo para quitar las impurezas, los cortes en trozos y la revisión final para que llegara al trapiche idónea e inmarcesible. Y para de contar.

 Ignoro si en esa época existía algún efecto público cuyo similar ahora es la Onat, para fiscalizar su negocio, o los controlara con inspectores legalizados para supervisar a los cuentapropistas, esa parte me la salto porque solo tengo los aspectos más epidérmicos en mi memoria, y en el paladar el sabor de aquel espumoso guarapo, rebosante de hielo frapé. En Cumanayagua hubo una vez una guarapera, pero fue en la época de mi niñez…