Esa "cosa" es lo que hace cantar al tomeguín del pinar

domingo, 26 de diciembre de 2021

El tesoro de Pablo: Mis recuerdos como alfabetizadora

 


Por Elsie Carbó
 


Casi estoy segura que fui una de las primeras en usar nasobuco en este país, fue cuando la campaña de alfabetización en Cumanayagua. A pesar de estar en el cuarto mes de embarazo nada pudo impedir que me enrolara en las Brigadas Conrado Benítez y alfabetizara en la zona, recuerdo que me asignaron a un señor llamado Pablo Muñoz, gallego y sesentón, que solía arar a destajo con su yunta de bueyes en la comarca.
 
La mascarilla, como se le dice hoy, la tuve que usar por las recurrentes nauseas que en mi estado me ocasionaban los olores que mi alumno solía expedir al desenyugar los bueyes y llegar corriendo y sudoroso a sentarse frente a mi para recibir su lección. Aquellos tufos se percibían como ráfagas incendiarias enredados entre el aire y el calor del mediodía. Confieso que hubo momentos en que las arqueadas casi me paralizaban las tareas con el lápiz, pero el entusiasmo de Pablo por aprender a escribir su nombre no me dejaron abandonar las clases. 
 
El viejo Pablo aprendía rápido, porque tenía un sueño soñado de mucho tiempo, así me decía, él quería dejar una carta escrita de puño y letra a sus remotos familiares en España, eso si quedaba alguno, porque de ellos tenía escasas noticias desde que arribó a Cuba a los 30 años huyendo de la guerra, me dijo en secreto, deseaba con toda su alma hacer una carta contándoles de aquel tesoro en monedas de oro y plata que había desenterrado en una botija en las vastas lomas del Escambray, pero que solo a ellos se lo diría y para eso tenía que aprender a escribir aquella carta. Yo lo escuchaba medio embelesada y aturdida en medio de mareos y olores a bueyes, tierra húmeda y guásimas, pero jamás dudé de la veracidad de sus historias a pesar de que para muchos eran solo leyendas de fantasmas que corrían por aquellas lomas. 
 
Solo la vehemencia con que las decía me hacían creer en su tesoro. Pasaron los años y un día recibí la noticia de que Pablo Muñoz había muerto, rodeado de soledades y pobreza en su habitual bohío de guano y piso de barro, como siempre vivió, después alguien vino a decirme que bajo su jergón de dormir se encontró un papel con una dirección en las Islas Canarias y unas pocas líneas borrosas donde le pedía a una hermana suya que viniera a Cuba a recoger un tesoro que había descubierto y quería compartir.
 
Pero aquella carta, firmada con su nombre y apellido, nunca llegó a su destino.