Telaraña Foto de Elier de Hombre |
Por Elsie Carbó
Los hombres de mi época, por más que algunas pretendan echarle,
a pesar de sus complicaciones, ¡que lindos son!.
Ellos sin proponérselo encarnan el símbolo de ese tiempo irrefragable
con el cual aún soñamos y que, a veces, nos saca del colapso sin revividor.
Con sus adorables barrigas cerveceras, sus elegantes calvas
y sus indoblegables estreñimientos son todavía aquellos flamantes maridos
que un día quisimos tener, aunque hayamos perdido la cuenta de sus divorcios y desvaríos
y hoy en día solo tengan ojos para las niñas de los PRE.
Pero son vitales, ¡qué caramba! para nuestros intactos recuerdos,
cuando se aparecen de madrugada a la puerta de la casa
con la desvergonzada sonrisa del melancólico Humprey Bogart
y esa cara de yo no fui que siempre nos hace invitarlos a entrar.
Y es que a los que amamos una vez de verdad no les permitimos envejecer,
y son sus arrugas como un ignoto paisaje de Manuel Oliva
y su incipiente sordera una simpática manera de gritarles comebolas
cuando vamos sentadas a su diestra en el timón.
Los hombres de mi época son como inocentes niños,
a los que siempre perdonamos por esa intrínseca y maternal condición de mujer,
sin importarnos mucho si nos dejaron por una más nueva,
o te la pasearon frente a tus narices como una carroza de carnaval.
Esos hombres maravillosos en su tercera adultez,
que una vez fueron escritores sensuales, atractivos rebeldes,
seductores agentes secretos, brillantes economistas, victoriosos dirigentes
o subyugadores amantes de las FAR o el MININT todavía nos hacen suspirar.
Y es que poseen ese software de punta, añejo y conectable,
capaz de activarnos el disco duro de nuestras inconfesables memorias,
cuando nos tararean al oído un bolero de Panchito Riset o nos cantan ruborosos aquel Only you.
Ellos que gozaron como nadie aquella década maravillosa
de Globos Rojos y Nino Bravo, de Zafiros y Aznavour,
que coquetearon secretamente con Marilín Monroe, y Brigette Bardot,
que fumaron Luky Strake y bebieron Bacardí.
Ellos tampoco pueden olvidar.
Aunque los ataque el alzheimar y lo disponga el Partido,
porque somos de esa misma estirpe de imbéciles que, finalmente,
nos hemos pasado la vida entera buscando esa inefable nube rosada.
Con los ojos cerrados y sin saber que hay otra forma más sensata de poder amar.
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