Por Elsie Carbó
“Todo hombre de justicia y honor pelea por la libertad donde
quiera que la vea ofendida, porque eso es pelear por su entereza de hombre, y
el que ve la libertad ofendida y no pelea por ella, o ayuda a los que la
ofenden no es hombre entero. En Zaragoza, cuando Pavia holló el Congreso de
Madrid y el aragonés se levantó contra él, no hubo trabuco más valiente en la
Plaza del Mercado, en la plaza donde colgaron las cabezas de Lanuza y Padilla,
que el negro cubano Simón, y cuando Aragón había abandonado las trincheras, y
no se veía más que el humo y la derrota, allí estaba Simón, el negro cubano, ¡allí
estaba, él solo, peleando en la Plaza!” José Martí.
(Patria, 1ro. De abril de 1892)
No soy una furibunda lectora ni nada parecido, pero tan
pronto cayó en mis manos el libro Asere Núncue itiá Ecobio enyene abacuá, de
Tato Quiñones, comencé a leerlo hasta el final, que está como dice el dicho
aquel, acabadito de salir del fogón.
Y no solo es, como expone en su portada, algunos documentos
y apuntes para una historia de las hermandades abacuá de la ciudad de La Habana,
sino que abarca más allá, despeja enigmas y traza verdades, descubre y
redescubre aquellos vínculos de amistad
y solidaridad que existieron entre muchos ñáñigos y las personalidades más
famosas que hoy veneramos, como lo fueron Valdés Domínguez, Martí y otros, a
quienes la historia honra pero ha relegado
otras, como la del mismo Simón González, conocido por Gran Diablo, de quien se
dice fue criado de Martí, limpiabotas en el Arco de la Sineja y valiente
combatiente en las barricadas aragonesas contra la restauración de la
monarquía..
De eso se trata, de hacerle el justo reconocimiento que por
largo tiempo ha estado a la espera de que se coloquen en su lugar las cosas, y
quién mejor que el propio Tato, en su condición de hombre culto, investigador y
ñáñigo.
Y claro está, no soy una entendida en fundamentos o
hermandades secretas de orígenes africanos, pero las historias de
hermanamientos, ayuda y solidaridad de las que se hablan en el libro, así como
las de horror destierro, sufrimiento y muerte,
que padecieron hasta no hace mucho, me hace recomendárselo, y pensar que su
lectura es una fuente para el conocimiento de la evolución de nuestra especie.
Lo digo cuando leo textos que se refieren al ñáñiguismo del
siglo XIX como una élite de cuatreros, asesinos, vagos o bestias salvajes, y
pienso en muchos de los actuales jóvenes miembros de plantes aquí en La Habana,
universitarios como Rubén Sardoya, o intelectuales como el propio autor del
libro, de quien se percibe el orgullo de pertenencia.
Aún así, siempre me he preguntado si podría el abacuá moderno
ser encasillado en una suerte de folclor representativo, para exhibir en
plazas, teatros y tribunas, como ha ocurrido con la rumba y sus vertientes más
conocidas, que ya son piezas museables y
que algunas veces vemos en festivales o programas oficiales de nuestra cultura
nacional.
Ahí se los dejo amigos, en la seguridad de que por ahí anda
la vida, pero no se apuren, yo a esta altura no sé lo mejor que pudiera ocurrir
si le confirieran a las hermandades abacuás la condición de Patrimonio Nacional.
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