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No sé por qué aquellos
aullidos aún resuenan en mis oídos. Fue una noche espantosa en el pueblo. Por
boca de los vecinos que llegaban de todas partes a la casa se iban conociendo los
detalles, supe que ni los bomberos ni la gente con cubos de agua pudieron
aplacar las llamas. El inmueble quedó devastado y eso que era uno de los
comercios más grandes del municipio, pero esa noche se despertó con petardos y
voladores y enrojeció todo el cielo, era fácil imaginarse cómo explotaban las
latas de pintura y otras sustancias que combustionaban al calor del fuego, eso
sí, atronaron toda la noche como si fuera un tres de mayo en pleno apogeo.
Cumanayagua no tenía muchos entretenimientos
como no fuera la procesión de la Santa Cruz parroquial y uno que otro jaripeo
esporádico a campo traviesa, así que, una noche de redobles de campanas y
tiroteos no era como para quedarse en cama durmiendo, y aunque mi padre no me
dejó traspasar la cerca que limitaba la finca con la carretera principal, yo me
las arreglé para escuchar el repicar del campanario a la distancia y observar las
remotas luminiscencias del incendio en el firmamento. Era grato tratar de escudriñar
la oscuridad en el febril corre corre de las gentes y descifrar su parloteo a
lo lejos. Siempre he pensado en lo absurdo de aquella noche que permitió que
algo tan bonito se quemara sin razón. Pero el incendio lo consumió todo y nunca
se supieron las causas. Al menos esa fue la versión que llegó hasta mí.
La Casa
Grande era mi tienda favorita porque en ella había una vidriera con libros de
colores y lápices para colorear, que también los podía encontrar en el resto de
los negocios ubicados en la calle Real, como La Barata, o el Nilo, o en los
estanquillos cercanos a la iglesia, pero
a mí me gustaban los que la Casa Grande exhibía detrás del grueso cristal,
quizás porque era la tienda más cercana a la casa de mi abuela y por las
argollas de hierro adosadas a un costado en la acera que servían para amarrar
los caballos que bajaban del Escambray. Era mi elegida a pesar de que había otros
almacenes y tiendas de ropa y calzado en medio de una abundante prosperidad
comercial, pero esa me gustaba mucho, aunque no lo supera nadie más. Con el día
fueron llegando más noticias del incendio y crecía la idea de que pudiera
tratarse de un robo frustrado. ¿Estaríamos a merced de los ladrones? Muchos se
preguntaban. Había mucho temor. ¿Quién o quienes lo habrían hecho? Nada se
sabía. Con el pasar de los días iban saliendo a la luz más detalles de las
cosas que no se sabían, cuentos terribles que las llamas consumieron, como lo
del perro carbonizado que conmocionó mis sentidos y me hizo llorar una tarde
entera. Se decía que dentro de la Casa Grande se quemó también el perro
guardián que al estar atado a una cadena de hierro le impidió la fuga. Algunos
dijeron haberlo visto calcinado y chorreando grasa como un puerco asado en
nochebuena. Otros lamentaban la atrocidad y ponderaban la infinita lealtad de
estos animales a sus dueños.
En mi ilusión su enorme tamaño y su color negro lo
hacían ver como algún posible heredero de los Baskerville. Aun así, no podía
explicarme por qué nunca lo vi en mis esporádicas visitas o en mis juegos,
cuando correteaba por los portales de la tienda, y como es lógico, jamás supe
de su existencia. No le encontraba explicación al porqué un animal podría estar
amarrado dentro de un recinto cerrado, y ni siquiera sabía si era verdad la
historia o solo se trataba de la fabulación urbana, porque usted sabe de las
muchas que corren siempre entre los pueblos chicos, y ya se sabe cuándo esto se
dice, que el infierno es grande.
Fantasía o realidad, mito o espejismo mío, lo
cierto es que desde aquella noche nunca me he podido sacar de la mente sus terribles
ladridos.