Por Elsie Carbó
ecarbo@enet.cu
Mi padre tenía un
sentido del humor del carajo, es decir, sus bromas eran muy peculiares, sobre
todo cuando se trataba de aprobar a los candidatos a maridos para mí, a quienes
ponía a prueba sin contemplación alguna para hacerlos parecer débiles y flojos ante
mis ojos, y demás está decir que como siempre hacían el ridículo él se salía
con la suya afirmando que ninguno servía para yerno, pero eso fue hasta el día
que le presenté a Joaquín, pues hasta ahí llegó su reinado de jodedor.
La prueba a la
que mi papá los sometía era muy sencilla pero casi imposible de lograr. Solo él
la vencía por sus años de entrenamiento y por la fuerte condición física de los
dedos de sus manos, pues se trataba de levantar perpendicularmente al piso una
bala de cañón colonial, ejerciendo presión solo con la punta de los dedos. La
bala aún la conservo y es la que aparece en la foto y forma parte de las
reliquias y tesoros familiares.
No tengo ni idea
de lo que pudiera pesar dicha bala, solo las he visto iguales en el mismísimo
Morro de La Cabaña, haciendo fila o en piramidales unas sobre otras o muy cerca
de los milenarios cañones con que atruenan a las nueve todas las noches a La
Habana.
Lo cierto es que
mi papá, además de tener su propio modo de hacer que los demás siguieran sus
reglas sin que se dieran por enterados, predicaba con su ejemplo y ante la
mirada atónita de los presentes, incluido el posible yerno, sostenía dicho
artefacto con sus cinco dedos durante casi un minuto y sin aguantar la
respiración.
Ese era el plan que ponía a prueba el interés o la intención de
firmar la planilla que sintiera el susodicho por su única y adorada hija. El
día que fue pactado aquel encuentro entre Joaquín y mi papá había llovido bastante
en el Escambray por lo que se esperaba que fuera cancelado para el día
siguiente, no obstante, como mi papá estaba apurado para que el habanero se
marchara lo antes posible, desestimó la inflexible voluntad del nuevo
adversario, el gran enamoramiento que lo superaba y su determinación de ser el ganador
elegido ante todos, y por supuesto, Joaquín Ortega levantó la bala, enrojecido
y sin respirar.
Y como la vida es
esa cosa que pasa mientras pensamos en el próximo pasado, algunos años después
de haberme divorciado de Joaquín, mi papá me confesó que sin saber por qué siempre
sospechó que aquello no resultaría, pues a su modo de ver, después de aquel
paseo que ambos realizaron por la finca él se sintió frustrado ante la falta de
cultura de Joaquín, al no saber distinguir que los boniatos no son mameyes para
andar buscándolos entre las matas.
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