Por
Elsie Carbó
Hace
mucho tiempo quería contar la impresión que me causó la escultora del memorable
Cristo de La Habana, Jilma Madera, cuando la conocí allá por la década de los
ochenta del pasado siglo, en lo que pudiera llamar el ocaso de su vida. Hay
muchas vivencias que tengo de aquellas visitas a su casa en 10 de Octubre,
donde vi una buena parte de sus bocetos, proyectos inconclusos, retratos
personales y sus aplazados ídolos en yeso, pero no creo que logre del todo
ponerme de acuerdo con mis apuntes y los recuerdos, porque faltaría espacio
para reseñar el torrente en la vida de Jilma como mujer y como artista. Tenía
una personalidad carismática e irrefragable que faltaría la sintaxis para poder
dar una idea de su poder existencial. Por otra parte siento molestia ante
algunas incongruencias publicadas después de su muerte, ocurrida el 21 de
febrero del 2000, en lo tocante a la misteriosa ausencia de los ojos del Cristo
de La Habana, donde en algunos textos se le atribuye a un deseo de ella de que
permanecieran vacíos porque no se verían en la distancia, pero sobre esto les
diré lo que ella me comentó en aquella oportunidad, solo que antes me gustaría apuntar
que lo peor de todo fue el injusto ostracismo y la invisibilidad en que vivió
esta mujer durante mucho tiempo, sin que se le diera la justa valoración al
hecho de haber elaborado entre otras obras, el busto de José Martí, que luego
se colocó en el Pico Turquino, donde aún permanece para orgullo de los cubanos
que llegan a contemplar su cima. Y digo lo peor que le ocurrió a Jilma a pesar
de ser un referente en el universo de las artes plásticas, es haber sido desconocida
para la mayoría de los cubanos, aislada y callada, sabiendo que muchas de las
jóvenes generaciones que miraban admirados la colosal estatua del Cristo de La
Habana, colocado en Casablanca, ignoraban quién había sido la autora de esta poderosa
imagen, independientemente de que las agencias internacionales del momento la
distinguieron con honores en su inauguración el 25 de diciembre de 1958, reseñando en sus páginas que Jilma Madera,
era la primera y única mujer escultora en el mundo en acometer tamaña proeza.
Una gloria que aún se mantiene vigente a pesar de los olvidos.
Quizás
el lado más desconocido de esta artista fue su agitada vida personal que la
llevó desde muy joven a salir fuera de Cuba, unas veces para cursar estudios,
otras para representar sus obras, algunas para seleccionar los materiales con
que las elaboraba, como ocurrió con las 320 toneladas de mármol de Carrara que escogió
en Italia para su Cristo habanero, una y otra vez ella subía a un avión para
dar los toques finales o el acabado, de ahí que me confesara que había
renunciado a la idílica idea del hogar feliz en virtud de su trabajo, algo que
amaba con pasión, aunque con eso no dejaba cerrado el capítulo del amor porque ese
sentimiento irradiaba todo lo que hacía. A todas estas, mientras el mundo
giraba en la mirada de esta artista el país se preparaba para los radicales
cambios que vendrían gestándose desde el llano y las montañas, estaría al tanto
Jilma de lo que ocurría en Cuba mientras disfrutaba su carrera social o supervisaba
qué materiales utilizaría y cuáles no?
_Siempre mi obra estuvo
ahí, era Cuba. Ahí está mi Martí, en retratos, en mármol o en yeso. Dijo. Y es
cierto, solo hay que ir hasta la Fragua Martina y admirar el frontispicio del
propio recinto. Jilma era una mujer Martiana. Muy apegada a sus principios
nacionales y patrióticos. Y agregaría además que también dejó su obra emplazada en diversos
lugares y países como Puerto Rico, Estados Unidos... y otros.
Entonces,
que misteriosos recovecos del poder la minimizaron y solo después de muerta se vea
muy débilmente reflejada o reconocida su importancia para la cultura del país
donde nació? La prensa de la época la fotografiaba en Italia, adonde había
permanecido a pie de obra casi todo el tiempo desde que inició la preparación
del Cristo, brindaba entrevistas y era asediada no solo como artista de la
plástica, sino por su deslumbrante belleza, ante la cual, caían rendidos de
admiración hasta los más indiferentes líderes. Fue una leyenda que las revistas
y agencias se encargaban de manipular a su antojo cada vez que se corría la voz
de que algún príncipe había sido rechazado por la cubana escultora. La BBC era
quizás la que se mantenía más fiel a su ética periodística al reseñar en sus
páginas el acontecimiento, no tanto por los 24 metros que mide la estatua,
porque hay registradas unas cuantas mucho más altas que el Cristo de Jilma,
sino por el hecho de ser ella la primera y la única mujer en haber cincelado en
mármoles blancos de Carrara una obra de tal envergadura, y eso era digno de
figurar no solo en las primeras planas de la prensa, como un récord absoluto,
señores, que aún está invicto en el universo de las artes plásticas de Cuba y
del mundo.
Pero
después de revisar cuidadosamente las listas y publicaciones entre las décadas
40 y 50 del pasado siglo, tal vez el período más fructífero de Jilma, porque es
cuando además del Cristo termina el busto de José Martí, que está como ya dije,
actualmente colocado en el Pico Turquino, y otras piezas más sobre
intelectuales, poetas o patriotas, me sorprende ver que en algunas listas que
citan las de mayor tamaño no aparece el de La Habana. Es su karma o la persigue
la mala suerte? Ya no hay preguntas. Veo que está el Cristo Rey del Cubilete,
en Guanajuato, México, inferior en
tamaño al de Jilma, que mide 24 metros, o el francés
Christ-Roi des Houches, que solo lo excede por un metro, o lo iguala el Cristo
de La Misericordia, de 24 metros en San Juan del Sur, en
Nicaragua, el resto que verifiqué varían en tamaño o técnicas usadas hasta
llegar al que se conoce quizás como el de mayor altura que representa a Jesús,
y está en Cochabamba, Bolivia, y mide 40, 44 metros y
se le conoce como el Cristo de la Concordia y se inauguró en
1994. Es visible desde gran parte de la ciudad, y es una obra de concreto y
hormigón armado que yace sobre la Serranía de San Pedro, y hablando de las
técnicas empleadas, recuerdo que Jilma varias veces en su conversación hacía
hincapié en que su Cristo estaba hecho en mármol de Carrara y había utilizado
la técnica llamada al hueso, algo que
quería apuntar con vehemencia, puesto que no era una práctica, al menos no muy
utilizada en la época, y mucho menos que existieran en el país otras trabajadas
del mismo modo, a lo que tengo que decir que tampoco entre las señaladas en
lista encontré ninguna elaborada con dicha técnica, pues siempre se referían al
hormigón armado, los bloques de cemento, concreto o prefabricados in situ, pero
nunca hacían alusión a esa forma de trabajar la arcilla, como solía afirmar
Jilma.
Con Jilma era muy fácil reír
y sentirse a gusto, su casa era un cataclismo de fantasmas, de silencios, los
yesos, moldes, herramientas y figuras en blanco que imponían temor si te
adentrabas en los corredores del viejo caserón, era una mujer llena de
bosquejos, y misterios, extrovertida y apasionada, aún en aquel ocaso de su
vida sedentaria y casi doméstica, en la que se deshizo de valiosos obsequios, como
jades, porcelanas, o joyas costosas, que le fueron enviados desde distintas
latitudes como tributos a sus encantos y a su don para el arte, pero que ya en
su barrio de 10 de Octubre no le servirían para sobrevivir. No obstante ella
había asumido estoicamente aquel destino adverso porque sabía que su legado
estaría ahí para ser disfrutado para siempre. Impertérrito e inquietante, como
un fiel guardián del alma de Casablanca. Ella solo expresó el pesar que sentía de
que el tiempo se le escapara de las manos sin lograr los proyectos que tenía en
mente para esculpir el mármol, que era su pasión elegida.
Quería dejar para último el
tema de las cuencas vacías del Cristo de La Habana. Sencilla y desinhibida, la
escuché hablar sobre diferentes países que conoció casi palmo a palmo como si
estuviese en su natal Pinar del Río, su dominio del latín, el inglés o el
francés era impresionante, mostraba fotos de las personalidades con las que
tuvo amistad, o amor, nadie podría imaginar al ver la soledad de sus últimos
años que una vez reinó entre embajadores, monarcas o sultanes, y muchas figuras
del cine de aquellos años que se sintieron atraídos por aquella singular
artista, absorbente y voluntariosa, y quisieron poner riquezas y fama a sus pies
aunque ella los desdeñara. Me contó que por la época en que daba los toques
finales al Cristo había conocido a un hombre que le sirvió de modelo para el
rostro de la estatua, en su opinión tenía los ojos azules más perfectos, pero
eso fue tal vez su error de cálculo, un desliz que la hizo querellarse con la
iglesia católica en el país, que no aceptaba aquellos ojos tan vivos y seductores
en la imagen del santo, al menos esa fue mi deducción cuando me contó sus
desavenencias con el clero por el pecado de plantarlos en el mármol. Me dijo
que al ver que la iglesia no negociaba, ella decidió entonces dejarlos
vacantes. Esa es la razón, según la artista, y no otra como han querido hacer
ver, por eso el Cristo de La Habana tiene las cuencas de los ojos vacías.
Jilma utilizó, según me dijo
en complicidad, un modelo real para los ojos, un hombre sencillo que ella amó y
quiso expresárselo de esa forma sin pensar en la posteridad. Así de franca. Lo
demás queda a la imaginación, si fue cierto o no, no lo voy a poner en duda,
pero conociendo lo transgresora que era para la época que vivió, estoy segura
que ese hombre existió y donde quiera que se encuentre estará orgulloso de
haber inspirado una obra de amor tan hermosa que perdurará en el tiempo por los
siglos de los siglos. Esas serían las últimas palabras que escuchamos el
fotógrafo Manuel Torreiro y yo al despedirnos de aquel mundo de glorias y
olvidos, pero más que la cortesía de un adiós, nos llevábamos la imagen de una
mujer, humilde y serena, sentada en aquel patio hexagonal, rodeada de helechos
y tamarindos, torsos desnudos, bustos y perfiles desgastados por el tiempo.
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