Por Elsie Carbó
Conversando con una amiga arquitecta que por estos días
acomete algunas reparaciones hogareñas en el célebre balneario de Tarará, pensé
si sería posible que en medio de los homenajes y recordaciones que se han hecho
en memoria del Comandante en jefe por sus tres años de ausencia no se habrían
olvidado de mencionar uno de los gestos humanitarios más grandes impulsado por
él en todas estas décadas de revolución, me refiero a la rehabilitación de
aquellos niños afectados por la catástrofe de Chernóbil en 1986, que vivieron a
curarse al balneario de Tarará.
¿Podría
haber acaso un hecho en la historia de las ayudas desinteresadas más importante
y humano que el acoger a más de 26.000 menores afectados por el accidente de la
Central nuclear rusa y brindarle toda la atención médica entre 1990 y 2011? Bajo un programa auspiciado por el Ministerio
de Salud cubano y supervisado por el propio Fidel se atendieron niños de Rusia,
Bielorrusia y Ucrania afectados por diferentes enfermedades. Alguien podría
apuntar que hubo otros hechos solidarios, y es cierto, como la cooperación
médica o la ayuda a la liberación de los pueblos africanos, o quizás otras
batallas también dirigidas por el líder cubano como la del niño Elián para
lograr su regreso al país, pero en mi parecer lo de Tarará desborda la copa por
la trascendencia que aún tiene hasta nuestros días, a pesar de su poca
divulgación en los medios internacionales y además, que ni en el propio
balneario de Tarará se recuerde como es debido esa historia.Lo digo porque sufrí un gran impacto, por no hablar de aflicción, cuando vi la miniserie Chernóbil, coproducida entre los canales HBO y Sky, cuyo estrenó fue en los Estados Unidos en mayo de 2019 y en el Reino Unido este mismo año, que expone dramáticamente los desconocidos pormenores de aquel desastre nuclear, creo que a Fidel le hubiera gustado verla, pero creo que quien lo vea y sepa que aquellos niños contaminados por las radiaciones que aparecen en la serie, aunque no se diga, Cuba los trasladó hasta Tarará para curar sus dolencias, se sentiría orgullo de ser cubano, y más que eso, admirar de corazón aquel gesto que debe haberle costado al país un gran sacrificio al extenderse por casi más de veinte años.
La playa de Tarará de esa manera entró en la historia, pero de nada vale que la sepamos unos cuantos que vivimos en esa época y hasta nos bañamos en esas mismas playas donde se bañaron aquellos calvitos, como se les conocía a los niños enfermos de cáncer y otras afecciones de la piel, sus hermosas instalaciones guardan, junto a los frondosos matorrales que recubren a algunas, recuerdos de la vida y la muerte que transformó al mundo ante el peligroso desastre de la planta nuclear, y creo que a propósito de que en el país se está viendo por diferencias vías no oficiales, el reciente material sobre Chernóbil, sería inspirador evocar un poco aquella epopeya de la playa de Tarará, que complementaría la memoria de la miniserie de HBO para aquellas generaciones que nacieron después de la explosión, y que nada saben, o saben poco, como mi nieta, a la cual tuve que explicar los remotos pormenores y detalles de la idea inicial de Tarará, y su trascendencia en el tiempo.
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