Soy una furibunda escuchadora de jazz, pero el jazz de otros territorios musicales, debo confesarlo, más bien de aquel que nos llegó siempre en aquellos discos rentables que incluía clásicos como So what de Miles Davis, y otros temas grabados hace más de medio siglo que aún nos comprometen el alma, claro que no solo oigo jazz, sino toda la música de aquí y allá siempre que sea buena música, aunque no en todo momento este bien promocionada, ustedes saben, miren el caso de Emiliano Salvador, que aportó al género su buen hacer con el piano, sin embargo los medios lo han olvidado.
Me encantaría que alguna vez subirse a una de estas guagua modernas que inundan la capital no sea un acto homicida contra la música, que échale un palo, échale tres, se intercalara con algún sonido flotante, sensual o melancólico, ya sea como el de la sinergia del jazz que se puede encontrar tanto en un Charlie Parker como en un Rubalcaba, o en una rumba de cajón toda llena de notas simples pero sin resultar simple en absoluto.
La buena música es eso, seguir la línea de los recuerdos, ir nuevamente a los lugares, volver a vivir cualquier cosa que se haya vivido, a veces como una especie de tristeza, pero no una tristeza cualquiera. Una tristeza bella, alegre, discreta y sugerente.
Pero ya eso es pedirle mucho a estas jóvenes generaciones de guagüeros que ignoran que no tendrán dioses musicales a quienes rezarle el día de mañana.
Bueno, ¿qué digo? ¿Serán los choferes o los reguetoneros los culpables de que algunas descendencias se queden sin obras maestras y sin mózares a quienes recurrir en algún ataque de inteligencia o a la hora de hacer el amor?. Tal vez podría ser una nueva raza de virus engañadores o de bacterias decadentes. ¡Váyase a ver!
Pues por más que trato de interiorizar y buscarle valores armónicos y emocionales a esa oscuridad musical de algunos sonidos urbanos actuales más me apego a la fanfarria de un Manteca, interpretado por Gillespie o Diákara, que aunque vista sobre papel pareciera una composición banal, al escucharla salta el virtuosismo de esos intérpretes sencillamente magistrales, sobre todo porque trasmiten algo que queda en tu corazón.
Y en eso los ha convertido la leyenda, las décadas prodigiosas en la música, por ejemplo, pero confieso que a veces pienso que quizás estemos en peligro de resbalar y caer cuando me descubro tarareando yo soy la jeva que te rompe el güiro papá y olvido displicente a artistas como Emiliano, que en una época marcaron la vida.
Sin que necesariamente una pase por cánones elitistas o conservadores, ahora mismo, yo digo, a mi me gusta Marco Antonio, Calamaro, Silvio es como mi ideal para la sufridera, ¿y qué tengo? No se escucha. O mejor dicho, eso era hasta hace unos días, porque bastó que anunciaran que va a cantar en
Se me acaba el espacio pero aún creo saber qué es esa “cosa misteriosa” que recorre las venas subterráneas y hace cantar hasta al tomeguín del pinar, es solo la buena música, y usted olvídese, amigo, solo los verdaderos valores se quedan fijados para la posteridad, como un Coleman, un Benny o un Valdés, lo demás, es…estopa para el sofá.
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