Es una copia que hice de una foto tomada allá por 1946 por Secundino, la pequeña soy yo con mis padres en la alberca de la finca donde después aprendí a nadar como una buena merluza |
Por Elsie Carbó
Siempre que miro mi cuarto tengo que pensar en Secundido
Medina. Uno de los fotógrafos artesanales de mi pueblo, muy amigo de mi padre, y
a quien le debo casi todas las fotos de mi niñez y adolescencia tiradas con
aquella vieja Kodak, de cuya calidad puedo dar fe a través del tiempo. Secundino
era un personaje singular en Cumanayagua. Alto, de hablar pausado y con una vasta
cultura literaria, caminaba despacio por las calles con su monóculo de oro y
sus casi 200 libras de peso, sin que nadie pudiera imaginar que llevaba con
orgullo aquella remota inclinación, o podría decir vicio, afición o desgracia, por la cual era criticado
por mi madre y unánimemente mal visto por su familia. Secundino tenía la manía
de acumular objetos de toda naturaleza, los recogía de cualquier parte por
donde pasara o los recibía de amigos y conocidos en su casa, como aquellos
papelitos negros y rojos que mi padre escondía en el bolsillo del saco y se los
entregaba con misterio, y que luego con el tiempo supe que eran bonos del 26 de
Julio, pero lo cierto era que en el hogar de Secundino y Carmita, su mujer, ya
solo se podía caminar por un trillo entre los trastes y eso con miedo de no
tropezar con un mal hierro oxidado. A mí me encantaba ir de visita a aquella
casa porque era como una excursión a un paraje desconocido entre el polvo y las
telarañas, donde además de jugar con Longina, la más chiquita de sus dos hijas
que también estudiaba conmigo en el colegio María Inmaculada, gracias a una
beca que otorgaban las monjas para negros y pobres, podía ver de cerca aquellas hechizos
donde sobresalían como cabezas de monstruos los ventiladores de techo derrumbados,
las ruedas de tractores desinfladas, los mohosos tornillos de banco, las balas
de cañones antiguos, cámaras fotográficas sin lentes, floreros de peltre, guitarras
sin cuerdas, portaretratos sin cristales, radiadores escachados, manijas
doradas y plateadas, cajas de música Motorola, envases de jabón Candado,
frascos vacíos de Avón, tocadiscos sin música, retratos de Napoleón Bonaparte,
rastrillos escoceses, pinzas de cejas, muñecos de trapo, jaulas para tomeguines
o tercerolas españolas.. . Todo un mundo secreto y diverso alrededor de aquel
hombre que deslumbraba mis ojos con el poder de la electricidad desde un
precario magneto. Sin embargo mi cuarto aún no llega a tan prolija colección de
nimiedades, ni tendría tampoco la inconmensurable paciencia de Secundino para
recolectar lo indeseable, pero lo que sí es cierto es que no escapo a que mi
madre me critique visiblemente
atemorizada si percibe, que tal vez aquella
fatídica enfermedad de acumular tarecos que padeció el amigo de mi padre, me haya
sido inoculada en mi niñez, y llegue el momento en que salte entre los
recuerdos de antaño y las colecciones actuales, que ya ni para dormir haya espacio un día en
mi cuarto.
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