El doctor Martín Gil (Tito) a la izquierda junto a un miembro de su equipo médico |
Por
Elsie Carbó
No
acostumbro a las lisonjas ni los encomios. Creo que sobran cuando se cumple
normalmente con el trabajo que corresponda a las personas de bien en sus
profesiones o cargos, quienes me conocen
lo saben, sin embargo, hay distancias entre los que cumplen con lo que les
toca, y aquellos que, ponen siempre algo más de su interés y rubrican siempre
su quehacer en la vida con una ética superior.
Les voy a presentar un buen ejemplo en el doctor Luis Manuel Martín Gil,
cirujano, quien trabaja en el policlínico universitario Rampa, en el Vedado
capitalino.
La
historia es que fui a ver al médico por una dolencia que me estaba molestando más de la cuenta.
Había comenzado por una apacible espinilla que requería de la intervención
adecuada pues no desaparecía ni con las sucesivas manipulaciones o los remedios
caseros que erróneamente le apliqué. De acuerdo, entonces fui remitida a
cirugía menor, en dicho policlínico, donde trabaja desde el 2008, el doctor Luis Manuel,
más conocido por Tito, como le suelen nombrar los amigos. No me gustaría que
esta crónica se viera como una tarea asignada o una estadística más de apologías
para la institución de la salud, estoy muy lejos de eso, se trata
sencillamente de hacer honor a los verdaderos valores que deben engalanar la
existencia de los seres humanos, sobre todo cuando tienen la vida y la salud de
sus semejantes en sus manos, pues bien, llegué al policlínico y fui atendida sin
dilación por Tito el cirujano. Quedé complacida y asombrada, al notar que él
mismo me señaló el día y la hora para efectuar la operación. Confieso que me
impresionó la rapidez de la gestión y más aún su cordialidad, siendo yo una
desconocida paciente en aquella abarrotada sala de espera del salón.
Escucharlo hablar con aquella amabilidad, ver la atención con la que se enteró
de mis explicaciones y mis miedos, y después su sencillez, la libertad de su
sonrisa y la seguridad con la que me dijo que no tenía nada que temer,
realmente hace pensar que ya de por sí una atención tan encantadora nos podría
hacer sentir que habremos ganado el reino de los cielos, eso sin mencionar que
a la siguiente semana regresé para verificar realmente que en un santiamén aquel
molesto grano desaparecería de la faz de mi rostro como por arte de magia.
Así
es la razón de esta historia, por eso le debo al doctor Martín Gil, estas pocas
letras para agradecerle su labor en ese equipo médico y su excelencia como ser
humano. La manera con que sin la más mínima muestra de superioridad o
pedantería trata a sus pacientes es ya de por sí un rasgo personal que hace el
contraste entre lo ético y el desierto. Y no solo lo digo por mi experiencia,
ya escuchaba de antemano los elogios en la sala de espera cuando varios
pacientes se referían a Tito con gran entusiasmo, calificándolo de buen
cirujano y chévere persona. Es que en su consulta siempre hay pacientes que se
fijan en todo y agradecen cuando un galeno les inspira confianza, son
individuos que acuden para atenderse en cirugía menor, periférica, o en otras
especialidades como la de oncología de piel, para las cuales, la experiencia de
este médico, su dedicación y su popularidad entre los colegas, los amigos y
pacientes, es lo que determina a fin de cuentas el valor de la
diferencia.
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